Llevaba
meses dándole vueltas. Esa sensación de que tienes algo pendiente y que te
machaca la cabeza una y otra vez porque no acabas de hacerlo estaba cada día
más presente de modo que aquella mañana supe que no podía seguir
retrasándolo.
Cogí
el coche y conduje los más de 200 km hasta Burgos. Allí decidí coger la
desviación para pasar por Páramos de Masa y los cañones del Ebro.
Recordé
cuando hacía años jugaba mentalmente al pasar por aquella carretera a buscar
formas a las cuevas y a las rocas que veía. En aquella época sabía en qué
punto exacto estaban las cascadas de agua que se apreciaban desde la carretera
y siempre dirigía la vista a ellas para ver el espectáculo que suponía ver el
agua caer con fuerza.
Cuando
atravesé Páramos de Masa me sorprendió ver cómo habían crecido los pinos que
se habían plantado años atrás. Formaban un bosque extraño, anárquico, comido
por la maleza.
Cuando
tomé aquella curva a izquierdas que me introducía en los cañones sentí un
escalofrío. Paré a un lado de la carretera cuando llegué a uno de los altos y
las vistas me enfurecieron. Los montes parecían “desmontados”, con amplias
zonas intercaladas completamente devastadas donde se situaban enormes torres de
hierro de donde salían carreteras que conectaban unas y otras. Cerré los ojos y
entonces descubrí lo peor de esta pesadilla: el silencio.
Seguí
carretera adelante. Nuevos caminos se abrían a un lado a otro de la calzada con
carteles que indicaban “Campo 11”, “Campo 15”, etc. Atravesé Covanera. Recordé el
Pozo Azul en el que tantas veces había parado años antes. Esta vez ni hice el
amago. Ya había leído en la prensa años antes que algunas filtraciones en el agua
habían contaminado la zona y prohibían al baño allí.
Intenté
no pensar en lo que estaba viendo. Subí la música a tope intentando que mi
mente se evadiese por un rato.
Llegué
al siguiente desvío y desde antes de salir de Madrid sabía que este era el que
más me iba a doler. La carretera que yo recordaba sinuosa se había convertido
en una carretera ancha, pero habían desaparecido esos árboles a pie de la
carretera, esos arbustos frondosos y esas curvas que cuando antaño las recorría
me hacían sentir que entraba en mi mundo.
Las
torres se repartían a un lado a otro como estatuas de hierro. Sobre una de las
laderas de la Gureba se veían un par de camiones que parecían abandonados. El
río seguía discurriendo paralelo a la carretera aunque en algunas zonas el
vallado me impedía verlo. Volví a ver aquellos carteles que anunciaban los
desvíos para llegar a los campos de extracción.
Me
faltaba un kilómetro para llegar al pueblo y allí estaba la gasolinera. Ahora
tenía un cartel de REPSOL y se notaba que debió vivir momentos mucho más
boyantes que los actuales. Me chocó darme cuenta en ese momento que no me había
cruzado con ningún coche desde el último desvío.
Seguí
circulando, atravesé el pueblo y continué por la carretera de la Estacas.
Estaba a punto de llegar a mi destino: La estación de Yera. Las vistas del
valle desde allí siempre habían sido mis preferidas.
Paré
el coche, bajé, y noté como mi cara se mojaba. Aquellas vistas ya no eran mis
recuerdos. Aquellas torres, abandonadas ya 5 o 6 años antes, cuando el poco gas
que pudieron extraer acabó por esfumarse del todo, cubrían los terrenos. Las
cabañas de piedra y lastras se veían derruidas. Ni vacas, ni ovejas, ni nada,
no veía nada. Muerte. Veía la muerte.
Y
maldije el no haber luchado más por todo aquello. Haber luchado hace 22 años,
cuando todo empezó. Cuando escuché por primera vez la palabra Fracking.
¿A
cambio de qué perdimos todo esto? A cambio de que el ministro de aquella época
llegase a vicepresidente de una empresa petrolífera, a cambio de una factura que
año tras año siguió subiendo sin ningun control y a cambio de unos especuladores que hicieron uso de nuestra tierra.
Los
demás perdimos todo, incluso nuestros recuerdos.
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