Publicado en cuarto poder
Por Pedro Costa Moraga
24 de diciembre de 2014
La llamada “fracturación
hidráulica”, o fracking, por el método empleado para extraer petróleo o gas de
zonas geológicas profundas en las que la pizarra (shale) contiene esos
hidrocarburos, reúne numerosos elementos objetivos que lo describen como un
completo despropósito. Desde luego, que se venga presentando como poco menos
que una “solución energética”, mostrando el ejemplo de Estados Unidos, donde en
cinco años ha permitido dotarlos de independencia energética en cuanto a
hidrocarburos, no aporta mucho de novedoso ya que se vuelve sobre el repetitivo
hallazgo de nuevos Griales energéticos (el paradigma actual, también infundado,
es la fusión nuclear, ya que se nos presenta tanto más promisoria cuanto más se
aleja su consecución).
Este embaucamiento, que afecta
a medio mundo, no puede relacionarse sólo con la creencia de que con el
encarecimiento de los recursos convencionales se estimularía la exploración y
explotación de recursos más difíciles y costosos. No es evidente, por otra
parte, que la caída reciente de esos precios tenga que ver con la rápida puesta
en producción del shale oil en Estados Unidos; aunque es verdad que esto sí
amenaza con consecuencias más catastróficas todavía que una crisis de escasez y
encarecimiento. En cualquier caso, entre los analistas de este fenómeno en
Estados Unidos se advierte desde el inicio del boom que son evidentes las
manipulaciones especulativas sobre reservas y, más aún, los intentos de
minimizar realidades inocultables: los hidrocarburos del fracking no resultan
ni fáciles de extraer ni baratos ni limpios, y sólo la intensa propaganda en su
favor puede ocultar una realidad llena de preocupantes incógnitas, financieras
y ambientales en particular.
El optimismo por este nuevo
maná energético pretende hacernos olvidar que lo que el planeta necesita es
reducir, incluso bloquear el consumo de hidrocarburos, lo que se viene
reconociendo en esas conferencias internacionales (como la reciente de Lima,
del Convenio Marco de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático) en las que,
sin embargo, la causa de la supervivencia planetaria queda secuestrada una y
otra vez por la hipocresía y las dilaciones. Más y peor todavía: el regocijo
por esa energía abundante y barata (momentáneamente, tengámoslo muy en cuenta)
se convertirá en “razón poderosa” para hundir las perspectivas de desarrollo de
energías renovables y alternativas, a las que ya se les atribuía un perfil bajo
incluso con precios internacionales estimulantes. Esta contradicción pone al
descubierto un capitalismo en trance siempre de renovación y a la búsqueda de
formas y objetos que garanticen su supervivencia, sin atenerse a otra lógica.
La energía del fracking no
aporta nada positivo en relación con los “otros” hidrocarburos, incrementando
especialmente su impacto ecológico ya que el proceso de extracción se realiza
alcanzando el interior de la tierra con productos químicos nocivos y
peligrosos, que contaminan los acuíferos y envenenan la tierra. Por otra parte,
los movimientos de tierras y el consumo de agua y energía dejan una terrible
impronta en la superficie terrestre, planteándose seriamente si, al tratarse de
una actividad gran devoradora de energía, el balance final es real y
suficientemente positivo (ya se demostró en el caso de la “explosión” de
proyectos nucleares en los años de 70 y 80 que la acumulación de construcciones
generaba consumos energéticos de tal magnitud que esas centrales tendrían que
dedicar los primeros años de funcionamiento a “cubrir” esos consumos).
A escala española, lo más
preocupante que nos traen los numerosos proyectos de fracking no es el alineamiento
con la parte alícuota de embaucamiento ante una energía que nada tiene de nueva
ni de más favorable, ni tampoco los alegatos a la independencia energética que
nos aportaría, que carecen de rigor y vuelven sobre un mito que como tal es
increíble; sino las consecuencias de una reacción pública de decidido rechazo
popular e institucional, ya que a esto el Gobierno ha respondido de forma
singularmente violenta y cavernícola, forzando la legislación para neutralizar
esta oleada de críticas y oposiciones que se basan, destacadamente, en la
salvaguardia de recursos vitales, en primer lugar el agua, y menosprecian al
tiempo promesas banales que contienen augurios inaceptables.
No existen precedentes,
concretamente, de la agresividad empleada con las Comunidades Autónomas
díscolas ante la euforia del fracking (Cantabria, La Rioja, Cataluña,
Andalucía…), a las que el Gobierno pretende neutralizar con sentencias del
Tribunal Constitucional y con advertencias sobre “la competencia en exclusiva
que sobre las bases del régimen minero y energético” posee el Estado (art.
149.25, de la CE); una actitud abusiva que espera negar la eficacia de las
competencias autonómicas ambientales con la modificación, prioritaria, de la
legislación sobre impacto ambiental.
Esta reacción se personifica
en el ministro José Manuel Soria, que da otro paso adicional a su
empecinamiento en favorecer a las empresas, ahora las petroleras, como ya ha
hecho con las eléctricas y las de telecomunicaciones, postulándose como el
ministro de más clara vocación al lacayato; y se inscribe, desde luego, en la
compleja –y por el momento casi completamente exitosa– estrategia de derrumbe
de la capacidad protectora del medio ambiente de la que disponía nuestra
sociedad; que había sido adquirida a costa de esfuerzos históricos notables y
que si bien nunca fue suficiente para frenar nuestros desastres (que a la vista
están), permitía cierto optimismo basado, en primer lugar, en la contundencia y
experiencia de un movimiento ecologista ducho y tenaz, y en segundo lugar en
una “conciencia institucional” que, sobre todo en el entorno judicial, aportaba
triunfos y garantías. Indescriptible, por lo aviesa, resulta la intención de
compensar con parte de los impuestos de la actividad energética futurible a los
propietarios de terrenos y los entes administrativos a los que se imponga el
fracking.
Esta estrategia de
desmantelamiento ambiental la marcó en su día ese gran depredador que es Arias
Cañete, a quien se puso al frente del Ministerio de Agricultura y Medio Ambiente
con el fin confesado de impedir cualquier obstáculo al crecimiento económico
que pudiera venir del campo ambiental, tomando como objetivo principal a batir
la estructura normativa. Con el tiempo y la multiplicación de las miserias de
un PP en el poder, la destrucción de la trama legislativa ambiental, que busca
eliminar la eficaz –por lo madura– resistencia desde la conciencia ambiental,
se ha inscrito en esa ofensiva global bien a la vista para que las leyes, los
jueces y los fiscales eviten la debacle moral, judicial y electoral en ciernes.
Todo un gesto de género
dictatorial, que reprime libertades ciudadanas e institucionales para –en este
caso– favorecer los intereses y designios de poderosas empresas ante las que el
PP se inclina sin pudor, golpeando en su corazón a un Estado que, formalmente
autonómico y descentralizado, sin embargo no resiste el acoso de intereses
económicos agresivos y arrogantes, que le han tomado muy bien las medidas a un
Gobierno servil.
(*) Pedro Costa Morata es
ingeniero, sociólogo y periodista.
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