Plaza
de la Remonta, Madrid.
Uno de los episodios más
polémicos para la alcaldía de Manuela Carmena coincide con una nueva revisión
del nombre de las calles de Madrid, donde se busca un cambio de nombre de aquellas
relacionadas con el período franquista.
Pareciera que el equipo municipal
se ha mostrado dividido entre los que propugnaban un cambio inmediato de los
nombres asociados a aquellos tiempos predemocráticos y aquellos que piden una
mayor reflexión para equilibrar los cambios de nombre con la preservación de
los hechos históricos.
La alcaldesa Manuela Carmena parece encontrarse entre
estos últimos.
La oposición conservadora se
muestra contraria a estos cambios por considerarlo una necesidad inexistente para
los madrileños.
Sin embargo, pareciera que detrás
de los argumentarios se vislumbrara las dos Españas, aquellas de los ganadores
y los perdedores, en donde los últimos quisieran el olvido de la pérdida y los
primeros el mantener la victoria en el tiempo.
Gildo nació en Vega de Pas, en el
seno una familia numerosa que le obligó desde muy niño a desempeñar el trabajo
de adulto. Con los años acabaría en Madrid, casado con Basilisa, también
pasiega, y abriendo una vaquería y un despacho de leche en el barrio de Tetúan,
como muchos otros pasiegos. El despacho de leche se inaguró en la calle Bravo
Murillo y la vaquería en la calle Ulpiana Benito, nombre que se correspondía
con el dueño del terreno donde se trazó la calle. La guerra civil de 1936
estalló al poco tiempo y padre de 3 hijos pequeños, los envió a Vega de Pas con
la abuela para que pasaran allí esos años difíciles. El pequeño de los hermanos
es mi padre.
Yo pasé parte de mi infancia
viendo vacas en Madrid con mi padre trabajando en la vaquería. Años más tarde, la prohibición
de la venta directa de leche justificó el cierre de la vaquería y
mientras mi abuelo permaneció con su despacho de leche, ya con la venta de marcas
comerciales, mi padre y su hermano cambiaron de profesión.
En aquellos años mi padre
compró un piso en una pequeña calle sin salida que limitaba al fondo con un
cuartel militar de Remonta y era perpendicular a la calle Bravo Murillo. La calle tenía
el nombre de Capitán Fernández Silvestre y el espacio del cuartel era compartido
con un cuerpo de Caballería de la Policía Armada, que tenía su entrada por la
calle Capitán Blanco Argibay.
El capìtán Fernández Silvestre
fue un militar en la guerra colonial de Cuba, donde según las crónicas
históricas demostró un extraordinario valor tras ser herido en varias ocasiones.
España perdió Cuba y Fernández Silvestre volvió a España con el grado de
capitán y más tarde con el reconocimiento de una calle en Madrid. Su labor fue
contemplada como meritoria para las autoridades españolas y seguramente como un
demérito para los cubanos.
En aquella calle viví mis años
de instituto previos a mis años de estudios en la Complutense. Fueron tiempos
intensos, debajo de casa había una cafetería con restaurante que era
frecuentada tanto por el personal sanitario de un ambulatorio en Bravo Murillo,
como por militares y policías del cuartel.
Eran tiempo convulsos en la
Complutense y en algunas ocasiones fui un espectador privilegiado de lo que iba
a suceder en el campus de Moncloa. En ocasiones entraba un grupo numeroso de policías
a la cafetería, pedían una copa de Soberano o Veterano, no hablaban, y
marchaban después de haber tomado dos o tres copas cada uno. Al poco tiempo se
abría el portalón del cuartel militar y salían 30 ó 40 jinetes, con cascos,
botas altas con espuelas y unas defensas de gran longitud sujetas a la silla de
montar. Marchaban en fila y de dos en dos. El ruido de los cascos de los
caballos sobre los adoquines de Bravo Murillo era inconfundible.
A las horas se escuchaba el
mismo ruido de los cascos de los caballos ya de vuelta al cuartel. Y se podía
ver claramente lo que había sucedido en el campus de Moncloa. Los caballos
llegaban excitados, sudorosos, con espuma blanca en la boca y los jinetes
tenían que hacer esfuerzos con las riendas para mantener la formación. En
ocasiones las filas se percibían de tres en tres. El puesto del medio quedaba
reservado para los contusionados, los otros dos jinetes, uno a cada lado, sujetaban
al compañero para ayudarle a llegar al cuartel. En el caso más extremo la
formación se cerraba con jinetes que sujetaban las riendas de otros caballos
con la silla de montar vacía.
Después, venían las sirenas de
las ambulancias, el pitido mantenido en coches particulares que sacando un
pañuelo blanco por la ventanilla trataban de llegar lo más rápido posible al
Hospital Universitario de la Paz.
El sonido de las sirenas de los
furgones policiales era diferente, luces azules, vehículos de color gris,
autobuses con todas las ventanas enrejadas. Muchos estudiantes detenidos terminaban
en la comisaría de Tetuán, entonces en el edificio de la actual Junta
Municipal. El “pasíllo”, los estudiantes bajaban del autobús hasta la
comisaria a través de dos filas de policías
a ambos lados. Allí, en la calle, mientras llegaban a la puerta de la comisaria,
muchos eran golpeados con las defensas, incluso con los puños. En las ocasiones
que lo vi, nunca olvidaré la mezcla de miedo, dolor y confusión que llegue a
sentir.
Todas las Nochebuenas cenábamos
en la casa de Gildo, una vivienda adosada al despacho de leche en Bravo
Murillo. Siempre que había protestas por la cena, Gildo no explicaba a los
nietos las calamidades que había pasado y sacaba a relucir sobre la carne que
comía en el norte de África, durante el servicio militar, donde según él era difícil
saber cuanto había de carne y cuanto de moscas.
Gildo hizo un servicio militar
de 3 ó 4 años, no recuerdo el tiempo exacto. Las cosas se habían complicado en el
norte de Africa para España y a Gildo le tocó un servicio más extenso de lo
habitual.
Embarcó con otros jóvenes del
norte de España en un carguero en Santander con rumbo al norte de África.
Varios días de viaje en bodegas, con un chusco de pan y una lata de sardinas como rancho único. Entre
mareos y vómitos.
Gildo siempre nos recordaba la
llegada a tierra firme y como un soldado que hablaba durante la formación fue
reprendido por un teniente de regulares quitándole el gorro con un disparo de
pistola.
En aquellas Nochebuenas, Gildo
también nos contaba como el cocinero cuando tenía que despiezar la carne en un
tarugo de madera, lo hacía “a voleo”, porque entre el momento que transcurría al
levantar el cuchillo y descargar un nuevo golpe, la pieza se llenaba de tantas
moscas que hacía imposible ver nada de la propia carne.
Pasaron los años, dejaron de
existir los “pasillos” en la comisaria y el gris de la policía empezó a tomar
color. Llegó la noticia. Desmantelaban el Cuartel de la Remonta. Soldados,
caballos y mulos irían a las instalaciones militares de Campamento y se hablaba
de que la antigua policía armada podría ir a la Casa de Campo.
El teniente Floreal era un
hombre bajito, militar sin carrera, los
ascensos los había conseguido con el paso de los años, un teniente “chusquero”.
Era franquista, “odiaba a los rojos” y aunque manifestaba una aparente dureza y
disciplina con los soldados, al final se comportaba más como un padre malhumorado
que como un oficial. Daba clases de teórica en el cuartel y se había hecho
popular explicando que la circunferencia tenía 360ºC.
Miguel trabajaba en la barra de
la cafetería, era hijo de Donato, el dueño, y sabía cómo “tocarle la fibra” a
Floreal. Una mañana, mientras estaba tomando café, entró el teniente y Miguel
le preguntó: “usted me dirá, mi teniente”.
Floreal le respondió que quería
un café y Miguel le respondió que realmente le estaba preguntando sobre si mediría
1,55 ó 1,60 cm.
Floreal le recordó, poniéndose
de puntillas, que todavía tenía la cartilla militar activa y que le podía
reclamar a filas en cualquier momento, entre las risas de los presentes.
Llegó el cierre del cuartel. Una
tarde tomé una caña con Floreal y le acompañé andando un rato por Bravo
Murillo, mientras que dejamos atrás varias estaciones de metro.
“Ya somos inútiles”, “no
valemos para nada”, ¿qué ejercito quiere ya mulos y caballos?. Le miré de
reojo, aquella tarde, mientras andábamos a las puertas del cine Versalles,
Floreal lloró.
Gildo se había hecho mayor y
enfermó de cáncer, de digestivo y en poco tiempo se posó en la cama. Estaba yo ya en
la Complutense y solía estudiar en la biblioteca de la Junta Municipal, en la
acera de enfrente del despacho de leche. Me pasaba a diario para afeitarle.
Gildo era muy pulcro e incluso en la cama quería tener un aspecto presentable. Para
ello utilizaba una vieja Philishave blanca y un Floid para después del afeitado,
que a mí también me gustaba y me lo echaba de vez en cuando.
Gildo siempre se quejaba de que
en el lado derecho de la cara, debajo del pómulo, le quedaba una zona sin afeitar
cuando se tocaba. Le explicaba que era piel descamada y que con un poco de Nivea
dejaría de tener esa sensación.
Pero Gildo adelgazó, sus rasgos
se perfilaron y cada vez era más difícil con la vieja máquina de afeitar
conseguir un rasurado aceptable.
Un día, con Gildo ya medicado
para los dolores y haciendo un repaso de la vida, me miró y llorando me dijo: “No
sé cuantos hombres he matado en mi vida”.
Entonces habló de Africa, ya no
de la carne que comió, ni del barco, ni
del desembarco con el oficial de regulares. Me habló del servicio con un pequeño
cañón de campaña, con los oficiales mandando hacer fuego sobre los propios
legionarios para contener el ataque de los moros. Me habló de las lágrimas de otro
compañero de Santander mientras recargaban el arma entre disparos.
El compañero fue herido más
tarde por un disparo en un brazo y Gildo me dijo: ¡Un tiro en el brazo!, ¡qué
suerte!, ¡pudo salir de allí por un tiro en el brazo!
Entre el 22 de julio y el 9 de
agosto de 1921, 10.000 “soldaditos de España” cayeron muertos en el norte de
Africa. Con los oficiales huidos, muchos fueron asesinados, heridos y
prisioneros, soldados sin ninguna experiencia militar fueron
degollados, muchos con los órganos
genitales en la boca después del degollamiento y otros antes del momento.
El responsable de aquellos
acontecimientos fue el general Manuel Fernández Silvestre, que DESOBEDECIENDO
la órdenes del General Dámaso Berenguer, hizo una penetración ambiciosa en
territorio hostil.
Gildo murió y yo cada día
volvía a casa mirando el nombre de mi calle: Capitán Fernández Silvestre. Y muchos
días lo pensé. ¿Qué le llevó a aquel hombre a desobedecer las órdenes y protagonizar
aquellos hechos? ¿El convencimiento del éxito, el arrojo que había demostrado
en Cuba, la ambición profesional? Sólo él lo sabría.
El antiguo cuartel se
convertiría en la mayor plaza porticada de Madrid, por delante de la Plaza
Mayor, y pasaría a llamarse la Plaza de la Remonta y la antigua calle cortada
dejaría de tener el nombre del militar. Se llamaría Pasaje de la Remonta.
Un día llegando a casa, vi que
los operarios del Ayuntamiento ya habían cambiado el nombre de la calle, sentí
satisfacción por ver retirado el nombre de un militar que el franquismo había
reclamado por sus méritos en Cuba mientras que callaba los hechos oscuros
en Annual.
Me sentí satisfecho. Un nombre
tan anodino como Pasaje de la Remonta me dio aparentemente tranquilidad. Pero, a
los pocos días, lo pensé, si desaparecía Fernández Silvestre, ¿Quién se acordaría
de Gildo? ¿De los 10.000 españolitos? ¿De lo qué sintieron soldaditos de 19
años cuando esperaban su turno para ser degollados mientras ya lo estaban siendo
otros camaradas?
Entonces, lloré.
Tanto Manuela como Gildo han
sufrido la experiencia de ver morir gente querida de forma violenta en su
juventud. Esa situación crea un bagaje en la vida que seguramente sea intransferible.
Madrid podría tener calles como
New York, reconocibles con números, como la 54 o la cuarta avenida, pero la
tiene con nombres y hechos, con historia. Cada nombre, puede llevar méritos o
deméritos detrás. Es el derecho de los ciudadanos el tomar opinión sobre ellos
y la misión de las autoridades, el preservar, dentro de la mayor objetividad
posible, el relato de los acontecimientos.
Al fin y al cabo, un pueblo que
olvida su historia está condenado a repetirla.
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