Publicado en 20minutos.es
Por Luis Alegre (Filósofo, escritor, profesor y miembro
fundador de PODEMOS)
04 de mayo de 2017
El siglo XXI arranca con un
intenso resurgir de arcaísmos. Las identidades sociales y políticas que
organizaron el siglo XX en términos de emancipación se han ido disolviendo. Y
lo han hecho de un modo acelerado desde el colapso del bloque soviético y la
pérdida de proyecto político por parte de la socialdemocracia europea. Las nuevas
identidades están por construir, y no tiene buena pinta: alrededor de un tercio
de los franceses claman "en el nombre del pueblo [francés]"; los
estadounidenses blancos tienen claro que "America first"; los
británicos viejos no quieren ser ya nada más que británicos; hay demasiados
españoles muy españoles y mucho españoles (que votan por Dios y por España
aunque les roben) y el fanatismo religioso vuelve a convertirse en un actor
global relevante (como si una puerta mágica nos hubiera llevado a algún momento
anterior al s. XVII).
¿Todas las comunidades han
enloquecido con su entrada en el siglo XXI? Todas no: ahí está la comunidad
LGTBI, que este año celebra el World Pride en Madrid, juntando a gente de todo
pelaje en una fiesta común de fraternidad universal (y a medio sublimar nada
más). La fiesta del Orgullo se celebra en un universo mucho más grande y más
rico que cualquier concentración nacional o religiosa. Compárese con una
manifestación del Foro de la Familia: hay más razas, más religiones, más
naciones, un espectro social más amplio, más idiomas y culturas, más formas de
vida, más variedad ideológica, más tipos de familias... De hecho, el universo
es más amplio en cualquier sauna que en la mayoría de las naciones o las religiones.
¿Es posible extender ese
milagro de fraternidad universal al resto de comunidades? La respuesta es sí.
En mi libro Elogio de la
homosexualidad explico que bastaría conseguir algo que los homosexuales hacemos
necesariamente: dedicar tiempo a pensar nuestra propia identidad, a mirarla
desde fuera y ver lo que, en definitiva, tiene de artificial.
Los humanos no podemos evitar
reconocernos a través de identidades y construcciones comunitarias. Necesitamos
ser españoles o franceses, ateos o católicos, del Barça o del Real Madrid, de
derechas o de izquierdas, de Villabotijos de Arriba o de Villabotijos de
Abajo... Esto es tan inevitable como saludable. Evitarlo nos convertiría en un
residuo antropológico totalmente vacío: se puede disfrutar bailando muñeiras,
sevillanas o un aurresku, pero no es posible bailar en abstracto sin bailar
nada concreto.
Sin embargo, cuando las
identidades se imponen sin ningún tipo de control racional, pueden generar todo
tipo de monstruos. No hay guerra que no arranque con una exaltación fanática de
la propia identidad contra la de al lado.
La comunidad LGTBI tiene a este
respecto una ventaja incomparable: está compuesta por gais, lesbianas,
transexuales, bisexuales, intersexuales... individuos que al menos en un
aspecto fundamental de la vida no encajamos con la norma; nos salimos de las
casillas que los ancestros establecieron para organizarnos. Esta especie de
fallo en Matrix nos ha obligado desde pequeños a pensar en nuestra propia
identidad, a reflexionar sobre las casillas en las que nos reconocemos, a
mirarlas desde fuera y tener cierto control sobre ellas.
El mundo sería sin duda un
mundo mejor si todas las comunidades fueran capaces de hacer ese ejercicio que
a los homosexuales nos viene de serie: no tomarnos las identidades ni tan a la
ligera como para quedar a la intemperie (sin lograr ser nada concreto) ni tan
en serio como para convertirlas en una mazmorra para los propios y una amenaza
para los ajenos.
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