viernes, 5 de mayo de 2017

Elogio de la homosexualidad







Publicado en 20minutos.es
Por Luis Alegre (Filósofo, escritor, profesor y miembro fundador de PODEMOS)
04 de mayo de 2017


El siglo XXI arranca con un intenso resurgir de arcaísmos. Las identidades sociales y políticas que organizaron el siglo XX en términos de emancipación se han ido disolviendo. Y lo han hecho de un modo acelerado desde el colapso del bloque soviético y la pérdida de proyecto político por parte de la socialdemocracia europea. Las nuevas identidades están por construir, y no tiene buena pinta: alrededor de un tercio de los franceses claman "en el nombre del pueblo [francés]"; los estadounidenses blancos tienen claro que "America first"; los británicos viejos no quieren ser ya nada más que británicos; hay demasiados españoles muy españoles y mucho españoles (que votan por Dios y por España aunque les roben) y el fanatismo religioso vuelve a convertirse en un actor global relevante (como si una puerta mágica nos hubiera llevado a algún momento anterior al s. XVII).

¿Todas las comunidades han enloquecido con su entrada en el siglo XXI? Todas no: ahí está la comunidad LGTBI, que este año celebra el World Pride en Madrid, juntando a gente de todo pelaje en una fiesta común de fraternidad universal (y a medio sublimar nada más). La fiesta del Orgullo se celebra en un universo mucho más grande y más rico que cualquier concentración nacional o religiosa. Compárese con una manifestación del Foro de la Familia: hay más razas, más religiones, más naciones, un espectro social más amplio, más idiomas y culturas, más formas de vida, más variedad ideológica, más tipos de familias... De hecho, el universo es más amplio en cualquier sauna que en la mayoría de las naciones o las religiones.

¿Es posible extender ese milagro de fraternidad universal al resto de comunidades? La respuesta es sí.

En mi libro Elogio de la homosexualidad explico que bastaría conseguir algo que los homosexuales hacemos necesariamente: dedicar tiempo a pensar nuestra propia identidad, a mirarla desde fuera y ver lo que, en definitiva, tiene de artificial.

Los humanos no podemos evitar reconocernos a través de identidades y construcciones comunitarias. Necesitamos ser españoles o franceses, ateos o católicos, del Barça o del Real Madrid, de derechas o de izquierdas, de Villabotijos de Arriba o de Villabotijos de Abajo... Esto es tan inevitable como saludable. Evitarlo nos convertiría en un residuo antropológico totalmente vacío: se puede disfrutar bailando muñeiras, sevillanas o un aurresku, pero no es posible bailar en abstracto sin bailar nada concreto.

Sin embargo, cuando las identidades se imponen sin ningún tipo de control racional, pueden generar todo tipo de monstruos. No hay guerra que no arranque con una exaltación fanática de la propia identidad contra la de al lado.

La comunidad LGTBI tiene a este respecto una ventaja incomparable: está compuesta por gais, lesbianas, transexuales, bisexuales, intersexuales... individuos que al menos en un aspecto fundamental de la vida no encajamos con la norma; nos salimos de las casillas que los ancestros establecieron para organizarnos. Esta especie de fallo en Matrix nos ha obligado desde pequeños a pensar en nuestra propia identidad, a reflexionar sobre las casillas en las que nos reconocemos, a mirarlas desde fuera y tener cierto control sobre ellas.

El mundo sería sin duda un mundo mejor si todas las comunidades fueran capaces de hacer ese ejercicio que a los homosexuales nos viene de serie: no tomarnos las identidades ni tan a la ligera como para quedar a la intemperie (sin lograr ser nada concreto) ni tan en serio como para convertirlas en una mazmorra para los propios y una amenaza para los ajenos.



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